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Desconcierto

Pequeña historia II

Siempre que trato, me resulta imposible describir las emociones que me desbordaban por esa época, tan intensas que muy seguido me sentaba en la banca de la escuela con el aliento cortado.
Cuando me levanté y la vi desnuda, creí que de nuevo soñaba con ella, como tantas veces me había pasado, de manera que me acerqué de nuevo y le besé los hombros, el pelo, las caderas, los ojos, los labios, tan solo para estar seguro de que había despertado. Estuve a punto de gritar de alegría cuando la escuché decirme: "No le digas a nadie" y creí descubrir en el tono de su voz la promesa de un acuerdo eterno, secreto, cada vez nuevo y floreciente. Yo dije que si de algún modo que no recuerdo, ya seguro de la verdad, siempre con la miel en los labios empecé a vestirme.
Quise hacerlo con elegancia, como si no hubiera sido la primera vez que alguien me miraba hacerlo, como se veía en el cine que los galanes dominaban su absoluta indefensión al estar desnudos frente a alguien. Fallé miserablemente en el intento. Mejor me apuré porque me di cuenta de lo absurdo de la situación y me entró pánico de que ella se arrepintiera y me dijera que nunca más regresara. A toda prisa bajé los escalones y en cada escalón que bajaba el pánico se desvanecía para dar paso a un gozo indecible, y la prisa se transformaba en calma contemplativa, una euforia que me arrancaba el pecho a cada latido y me sorbía el aliento hasta dejarme vacío. Vagamente recuerdo que atravesé la sala flotando, con la certeza de que mi vida estaría para siempre a su lado, mi aliento estaría de ahora en adelante siempre reposando en sus manos, recibiría de ella la vida y a cambio se la dedicaba. Por y para ella debía vivir: Era mi destino. Su sonrisa me libraría de todos los males.
Al cerrar la puerta me arrepentí hasta la histeria. Debí quedarme otro rato, como eres imbécil, pinche Francisco! ahí la tenías! no mames, que pendejo! Comenzé a caminar porque ví gente aproximándose. Malditos! ahora ya no puedo ni tocar. De tan profundas y edificantes cavilaciones me sacó el grito de mi madre: "Pacooo...Ya métete, yavalloveeeeer! me acordé que estaba yo jugando fútbol, por lo que el sudor que me bañaba era perfectamente normal, si no podía respirar bien era porque había corrido demasiado, si apestaba... era que había pisado caca de perro, pero mi balón desapareció, y desde entonces mi jefa estableció férrea vigilancia a los niños de la cuadra para ver quien se lo había robado cuando todos nos sentamos para descansar.
"Métete a bañar, puerco!" Obedecí sin chistar, y aproveché la ducha para enjaborame pensando que la enjabonaba, para enjuagarme pensando que la enjuagaba y secarme imaginando que la secaba. Me tuve que bañar de nuevo. Eso de ser adolescente.
Cuando empezaba a comer, me atacó un sueño implacable, como cuando era niño y caía dormido sobre el plato de sopa, sólo que al entrecerrar los ojos, sentía de nuevo su cadera balanceándose, sus pechos cayendo generosos en mi cara, su pelo alborotado y sus besos por todos lados. Escuchaba susurros y gemidos en mi oreja "Querido", "Haz así", y cada frase que aún recuerdo en su tono y volumen exactos. Tuve que abrir los ojos para que no se notara mi sonrisa, la cual pensé me delataría al instante con mi jechu. "Ya ves?", "Estás tan flaco que ya no aguantas ni correr un rato!", "Te voy a dar unas vitaminas" No pude contener una sonrisita, y pensé que las vitaminas me harían buena falta, pues mis huesos se quejaban al respirar, mis piernas se negaban a sostenerme y sin embargo hubiera corrido a su lado si me lo pidiera. Esa noche dormí como un bendito.
Las manos me hormigueaban, la boca me quemaba, las letras saltaban de los libros, la gente no era más que fantasmas tratando de asustarme el sueño, ese sueño tan apacible y tan perturbador, ni las milanesas (mis preferidas de entonces) me provocaban hambre. Su boca era lo único que calmaba mi hambre y sed y aún cuando me iba de su casa, las tripas me gruñían molestas por el ayuno. Parecía yo demente. Cada minuto de los siguientes meses estuve a punto de contarle todo a mi cuate, pero me contuve pensando que si alguien se enteraba ella me cerraría para siempre la puerta. Milagrosamente su amnesia comenzó a desaparecer, y yo perdí el interés por el fútbol. De todas formas desaparecía del campo de control de mi madre casi todas las tardes regresando lleno de euforia, felicísimo y sonriente, cuando no, entristecía de modo inexplicable, tanto, que mis papás me dieron una plática sobre las drogas y lo malas que eran, sobre todo para un niño. Me llevaron al doctor cuando la maestra les dijo que había dejado de sacar dieces y había manchado mi récord perfecto con varios sietes, que dejé de ser el alumno ejemplar para ser ejemplo de lo que no se debe hacer: Llegar tarde, dormirse en clase, no prestar atención, tornarse violento, antisocial, no hacer tareas, etc. Un par de purgas para descartar empacho y una curada de espanto estragaron mi estómago, pero nada pudieron contra la pasión que sentía. A mi la escuela me parecía una pérdida de tiempo, y la verdad es que iba solamente porque a esa hora ella no estaba en casa. Hablaron con los padres de mis amigos, para ver si conseguían una pista, pero nada. Yo contaba las horas que me faltaban para verla, lloraba por las noches cuando no aparecía o llegaba ya tarde y me había metido a la casa, consumido en conjeturas de abandono y enojo, sólo hasta el día siguiente, cuando aparecía sonriendo, reluciente, pasando de largo sin mirar y dejaba la puerta entreabierta para que yo entrara cuando nadie me viera. Cada vez me era más difícil auyentar los juegos de la cuadra para desaparecer en el torbellino de sus besos.
En la tranquilidad obligada del cansancio, exploraba con un rigor científico cada comisura, cada rincón, cada explanada y cada universo de su cuerpo, contaba sus lunares y sus pecas, cepillaba su pelo y aprendí a trenzarlo, la vestía como yo quisiera nadamás por el placer de quitarle la ropa a besos, la observaba y acariciaba sin descanso cuando se dormía, platicaba con ella de mis lecturas, que por casualidad (por ése tiempo lo llamaba señal del destino) ella había leído ya, intercambiábamos LP's, nos hacíamos cosquillas hasta tener que correr al baño, en fin, la adoraba.
Dejé por completo en el olvido a mis amigos (pobres pendejetes), a la escuela (que güeva), la familia (ni pedo), el fútbol (eso es para niños), la lectura (que si extrañaba), el dibujo (para tratar en vano de dibujar su cara), es decir todo, para estar con ella. Empecé a preocuparme cuando escuché que las vecinas platicaban con mi jefa algo de que yo tenía algo en la mirada que no era de niño, que mi cara lo era pero mis ojos habían envejecido mucho. Algo así, creo que me habían sorprendido un par de veces mirándoles el trasero. Se lo conté a ella (omitiendo lo de las miradas, por supuesto) y su risa espantó mis temores y a un colibrí que estaba en la ventana, "Estúpidas", yo no quise preguntar quienes estaban incluídas para no cargar mi conciencia, pero lo aclaró de inmediato: "No tu mamá, sino esas pinches greñudas" dijo, "están ardidas porque sus maridos ya no las miran como a mi".
Creí enloquecer de rabia cuando me enteré de que los hombres del rumbo la codiciaban, incluso la estuvieron acechando/pretendiendo bastante tiempo, hasta que hizo que su marido los aplacara. "Méndigos vejetes lujuriosos" ladré, "hijos de tal y tal", "perros rabiosos, es lo que son" grité con mi voz de adolescente mientras sentía que mi cabeza estallaría, "Si te molestan dime y los madreo" barritaba con el puño en ristre, listo para el combate a muerte sin percatarme de que me molestaban cada vez más su risita divertida y su tono burlón que las ofensas proferidas al objeto de mi amor. Celos y despecho.
Como yo no mejoraba, estaba cada vez más pálido y encima me empezó a gustar música diferente (música rondallera, boleros de amor y cosas así), mis padres empezaron a albergar una sospecha mortal: Será homosexual? (ellos decían: Joto) "Después de todo Gonzalo, ya está en edad de que le gusten las muchachitas y ni siquiera se les acerca", mi padre escuchaba con un silencio que me pesaba de verdad, "Sus amigos ya andan de noviecitos y él nada, nomás de vez en cuando platica con su amigo ése, que la verdad siempre me ha caído mal y se me hace que es joto", "Voy a tener que hablar con él", los escuché platicar una noche. Yo me doblaba de la risa y luego me enderezaba de orgullo: Si supiera mi jefa qué lejos estoy de ser joto, capaz que me daba más vitaminas y además un premio, no, ése sería mi jefe, mi jefa se le iría encima a Josefita por pervertir a su hijo. La verdad no la sabrán nunca. Aunque en honor a la verdad, Genaro si era putarraco y una vez me tiró el calzón, pero era el aprendiz de un maestro puñalsísimo de la secundaria: Raymundo, gordo narizón que primero nos invitaba a la palomilla a cenar y nos llevaba a casa de cada quien en su carro (flamante caribe 82, verde pistache. Desde ahí debimos sospechar), cada vez eran menos los invitados (supongo que iba haciendo un "casting", yo fuí de los primeros expulsados) y luego ya nadamás mi cuate. Empezó a llegar con pura ropa nueva, el uniforme trocó de usado zarrapastroso a flamante nuevo 3 meses, zapatos y tenis nuevos, siempre con lana pa'invitar las tortugas y los chescos, y total que a fin de 3o. se les veía por el centro platicando ya fuera del clóset. Por aquel entonces nada de esto había pasado.
Mi caso era opuesto, yo me dejaba llevar por el abrazo de Josefina muy lentamente, entre ternuras y besos de papel picado hasta despeñarme de pronto en el abismo donde mueren y nacen los hombres. Yo era hombre.
Para calmar las indagaciones, empecé a frecuentar a Nancy, prima de Olivia y escuincla caguengue (se me figuraba) con la cual me aburría horrores porque además de todo no me dejaba acariciarle ni los senos -incipientes- ni nada, sus besos me parecían ridículamente infantiles y faltos de "feeling", platicar con ella era la muerte. Cuando ya estaba más cooperadora, la llevé a la casa y la presenté como mi novia. Nunca vi a mi padre suspirar más aliviado. Del puro gozo, me dió cada domingo para llevarla al cine los siguientes meses, ocasión más que feliz que me permitía ignorar a Nancy para correr con Josefina. Además tenía lana para invitarla al cine. Claro que nunca fuimos, pero si me dejó comprarle una vez una nieve de pistache (su preferida) y en otra ocasión le regalé un muñeco de peluche; para estas alturas Nacy me había mandado al demonio, pues yo quería -benévolamente- instruírla en mis ya conocidas y dominadas artes amatorias para que supiera de lo que se perdía. Más o menos por el mismo tiempo, Olivia había terminado con Genaro por las mismas simplezas por las que terminan los adolescentes (además de que Genaro era puñal, pero eso no se sabía aún) y tuve cómplice de tardes bohemias con canciones de amor y guitarras.
En fin, pasaba el tiempo y yo creía que todo iba a pedir de boca. Oh! inocencia, no tenía ni la más remota idea de la desgracia que se avecinaba.

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